miércoles, 14 de noviembre de 2012

LA APORTACIÓN DE LOS ÓRGANOS CONSULTIVOS A LA MEJORA DE LA TÉCNICA NORMATIVA EN MATERIA FISCAL.


Es urgente depurar la técnica normativa, y preconizar un uso adecuado y correcto de ella -mejorando la cognoscibilidad del Derecho, como se señaló en el dictamen del Consejo de Estado 621/2004, de 20 de mayo-, para con ello intentar frenar el “crepúsculo del arte legislativo”, como de forma poética lo denominó Viandier, expresión ésta que ha tenido éxito, al haber sido luego empleada por otros autores, como, por ejemplo, Gascón Abellán y Cano Bueso.
Y es que son muy numerosas las imperfecciones formales que arrastran los anteproyectos o proyectos de normas, al ser frecuente el desconocimiento total por sus redactores de las sabias máximas que se recogía en textos como el Fuero Juzgo: El Fazedor de las leyes debe fablar poco e bien, e non debe dar juicio dubdoso, mas lano e abierto; que todo lo que saliere de la ley, que lo entiendan luego todos los que lo oyeren e que lo sepan sin toda dubda  sin nenguna gravedumbre”.
O en la Novísima Recopilación: “(…) la ley (…) es también para los sabios como para los simples, y es asi para poblados como para yermos; y es guarda del Rey y de los Pueblos. Y debe ser manifiesta, que todo hombre la pueda entender, y que ninguno por ello resciba engaño y que sea convenible á la tierra y al tiempo, y honesta, derecha y provechosa”.
Y no sólo es que las ignoren, es que, más bien, parecen actuar como ese filósofo de la conocida anécdota, que dictando un texto a su secretaria, al terminar le pregunta: ¿Le parece a usted que queda bastante claro?. Y, ante la respuesta afirmativa de ésta, responde: Entonces oscurezcámoslo más.
Nos seguimos encontrando, en suma, con una multitud de normas que desconocen de forma palmaria los más mínimos criterios de racionalidad técnica a la hora de concebirlas y estructurarlas, así como las prudentes recomendaciones recogidas por Bentham en su obra Tratados de legislación civil y penal, lejanas en el tiempo pero aun siguen conservando su plena validez, de que:
“El fin de las leyes es dirigir la conducta del ciudadano y para que esto se verifique son necesarias dos cosas: primero, que la ley sea clara, esto es que ofrezca al entendimiento una idea que representa exactamente la voluntad del legislador; segundo, que la ley sea concisa para que se fije claramente en la memoria. Claridad y brevedad son pues las dos cualidades esenciales. Todo lo que contribuye a la brevedad contribuye también a la claridad”.
Comparto la imprescindible necesidad de cumplimiento y acatamiento de estos principios, también auspiciados por Neumark desde la perspectiva tributaria, en aras a alcanzar unas normas que se entiendan, que sean eficaces y que, por ello, puedan ser cumplidas de forma efectiva.
Y mucho más estaría de acuerdo con dichas recomendaciones -aunque mi renuencia viene propiciada, sin duda, por otros  intereses- si Bentham se hubiese detenido en lo ya señalado y no hubiese añadido como conclusión que este proceder, al permitir que las leyes fuesen inteligibles para los ciudadanos, conduciría a que ya “no se necesitarán escuelas de derecho para explicarlo, ni catedráticos para comentarlo, ni glosarios particulares para entenderlo, ni casuistas para desatar sus sutilezas”. 
Esto al margen, estimo incluso que la brevedad debiera ser, en todo caso, la guía a seguir en la elaboración de las normas, de acuerdo con la cínica frase de un conocido humorista español que solía afirmar, parafraseando a Baltasar Gracián: “Sed breves. Lo malo si breve dos veces menos malo”.
El desatender tan prudentes y sabios consejos, que es lo que sucede en la gran mayoría de los casos, es grave ya que, como bien ha escrito Martín Moreno, la trascendencia de los buenos usos en el lenguaje jurídico rebasa el terreno de las formas para adentrarse en el de la sustancia, en el ser mismo del Derecho.
No en vano Laporta San Miguel ha escrito que la prioridad epistémica del lenguaje sobre el Derecho supone que una correcta redacción de las normas es la puerta de entrada al contenido de esas normas, debiendo reseñarse a este respecto que una correcta técnica normativa constituye un instrumento muy valioso al servicio del principio de seguridad jurídica, tal como también se ha señalado, entre otros autores, por López Guerra y Meseguer Yebra, y por el Consejo de Estado en numerosos Dictámenes, siendo muy ilustrativos en este sentido los núms. 621/2004, de 20 de mayo, y 803/2006, de 22 de junio.
Por desgracia, el TC -al margen de lo que afirmó en su Sentencia150/1990, de 4 de octubre, en cuyo F.J. 8º se puso de relieve lo importante que es el empleo de una depurada técnica jurídica en el proceso de elaboración de las normas- poco ha contribuido a esta imprescindible mejora de la técnica legislativa.
Más bien todo lo contrario, como se comprueba, entre otras muchas que también podrían citarse, de la lectura de sus sentencias 109/1987, de 29 de junio, en la que se declaró que el juicio de constitucionalidad no lo es de técnica legislativa; 164/1995, de 13 de noviembre, en la que se manifestó que la imperfección técnica no es causa de invalidez; 195/1996, de 28 de noviembre, en la que se afirmó que el juicio de constitucionalidad no lo es de técnica legislativa,  y que el control jurisdiccional de la Ley nada tiene que ver con su depuración técnica; 225/1998, de 23 de noviembre, en la que se señaló que no corresponde a la jurisdicción constitucional pronunciarse sobre la perfección técnica de las leyes; y 273/2000, de 15 de noviembre, en la que se declaró que  no puede afirmarse que los defectos de técnica legislativa en que haya podido incurrir un precepto hayan redundado -si bien se precisaba “en la presente ocasión”, de donde puede desprenderse que en otras sí puede ocurrir-, en una merma de la vertiente objetiva de la seguridad jurídica o certeza del Derecho.
Debido a ello es particularmente importante la tarea realizada a este respecto por los órganos consultivos -el Consejo de Estado en especial, aunque también es muy elogiable la tarea desarrollada por los órganos consultivos autonómicos-, que se han ocupado de esta cuestión en numerosas ocasiones, y sobre los más diversos aspectos.
Así, v. gr., exigiendo que el título o denominación de las normas jurídicas sea lo más claro posible, exigencia ésta también requerida por la regla 7 del Acuerdo del Consejo de Ministros de 2005 sobre buena técnica normativa, en la que se indicó que el nombre de una disposición debe reflejar con exactitud y precisión la materia regulada, de modo que permita hacerse una idea de su contenido y diferenciarlo del de cualquier otra disposición.
Un ejemplo de mala técnica legislativa en esta materia viene constituido, entre otros muchos, por la “Ley 22/2005, de 18 de noviembre, por el que se incorporan al ordenamiento jurídico español diversas directivas comunitarias en materia de fiscalidad de productos energéticos y electricidad y del régimen fiscal común aplicable a las sociedades matrices y filiales de estados miembros diferentes, y se regula el régimen fiscal de las aportaciones transfronterizas a fondos de pensiones en el ámbito de la UE”.

Como se señaló, entre otros, en los Dictámenes del Consejo de Estado 1546/1994, de 1 de agosto, 4176/1996, de 12 de diciembre, y 3024/1999, de 30 de septiembre, las Leyes no están exclusivamente destinadas a los juristas ni a los especialistas, sino principalmente a los ciudadanos, sus verdaderos destinatarios, por lo que parece evidente que  el título de esta Ley, además de ser muy extenso, utiliza una terminología con la que difícilmente puede familiarizarse el ciudadano “normal” o “medio”, que con tal denominación seguramente desconocerá completamente  cuál es el contenido concreto de esta Ley.

En la misma línea en el Dictamen 43541, de 28 julio 1981, se indicó que: “La claridad es otra cualidad indispensable de un buen Reglamento, y casi la única que justifica su existencia en un régimen político donde impera el principio de legalidad, pues de o que se trata es de desarrollar los preceptos escuetos de la ley para descender al detalle, colmar las lagunas y eliminar las dudas. De ahí que los Reglamentos, y más los Reglamentos fiscales (…) deban redactarse -sin merma del rigor jurídico- con una terminología sencilla, fácilmente comprensible, pensando que el verdadero destinatario de la norma no es el inspector, sino el contribuyente”.

Se ha de huir, por tanto, de términos y expresiones de difícil comprensión. Véanse, v. gr., los Dictámenes del Consejo de Estado 44426, de 30 septiembre 1982, 6270/1997, de 23 diciembre, y 4490/1998, de 3 diciembre, en el que se manifestó: “El proyecto que se dictamina ahora, es un caso arquetípico de confusión y falta de claridad por las continuas remisiones nominativas a las disposiciones comunitarias. En definitiva, todas las normas deben tener un componente de solidez y garantía que eviten su transformación en lo que se ha dado en llamar “derecho gaseoso, blando o borroso”, lo cual no deja de constituir un elemento de degradación de las normas. O dicho de otra forma, toda norma debe ser, en lo posible, un punto final de un proceso detenido de reflexión y análisis y en la que se utilice una técnica normativa depurada y limpia, evitando la confusión y la farragosidad”.

Y se añadió, en el Dictamen 1016/2000, de 18 de mayo, que resulta del todo punto necesario que las normas tengan un significado preciso que sea fácilmente comprensible; siendo igualmente rechazable la utilización abusiva de conceptos jurídicos indeterminados, tal como, por ej., se indicó en el Dictamen 1644/1999, de 3 de junio.

También se ha indicado que debe evitarse en la medida de lo posible la reproducción de preceptos legales en un reglamento, al haberse indicado -véanse, por ej., los Dictámenes del Consejo de Estado 44119, de 25 marzo 1982, 44669, de 14 octubre 1982, 47764, de 24 julio 1985 y 998/1998, de 12 de marzo- que deben reducirse las reproducciones del texto legal, estrictamente, a aquellos supuestos en los que el reglamento proyectado pretende completar o desarrollar la Ley, prescindiendo de aquellos preceptos que suponen sin más una reiteración de la norma legal, y, de aquellos artículos que reproducen el contenido de un artículo de la Ley introduciendo algún término o expresión que la disposición legal reproducida no contiene.

Y lo propio sucede con las remisiones normativas, ya que esta técnica, si bien confiere precisión y simplicidad al texto, y, evita las repeticiones, también es cierto que puede disminuir su claridad y comprensión, por lo que su utilización debe reducirse todo lo posible a fin evitar que la norma pierda su inteligibilidad. Véase, por ej., el Dictamen del Consejo de Estado 1446/1999, de 1 de julio, en el que se afirmó, refiriéndose a la técnica normativa seguida en la Ley del IVA, que: “deberían reducirse en todo lo posible las remisiones normativas, tanto las externas como internas, y, en cualquier caso, hacerse con indicación de la materia de que se trate, mencionando correcta e íntegramente el título de la disposición a la que se remiten, y evitando las remisiones de segundo grado”.

Aunque los argumentos a favor de reglamentar una Ley mediante un texto único, ni tienen validez general incondicionada, ni neutralizan la lógica jurídica que, a veces, puede hacer aconsejable e incluso necesaria la articulación de varios reglamentos, el Consejo de Estado siempre se ha pronunciado afirmando que lo más pertinente es el desarrollo integral de las Leyes en un solo texto reglamentario, para así garantizar mejor la seguridad jurídica y la coherencia interna de aquéllas, al ser más difícil que se realicen distorsiones y desviaciones en un reglamento único y completo que en una pluralidad de reglamentos parciales. Véanse, entre otros, los Dictámenes del Consejo de Estado 42750, de 26 junio 1980, 42751, de 3 julio 1980, 43541, de 28 julio 1981, 44426, de 30 septiembre 1982, 45284, de 15 mayo 1983, 48005, de 11 julio 1986, 53138, de 9 marzo 19895, 39/1992, de 9 de julio, 1652/1995, de 27 de julio, 2774/1995, de 14 de diciembre, y 4776/1997, de 2 de octubre.

Útil es también la recomendación del Consejo de Estado, recogida, entre otras, en sus Dictámenes 46976, de 29 noviembre 1984, 294/1993, de 8 de julio, y 497/1994, de 16 de mayo, relativa a la distinción que debe mantenerse entre un reglamento y el Real Decreto por el que mismo se apruebe, habiéndose señalado que: “Llevando a sus últimas consecuencias la distinción entre el instrumento formal que aprueba una determinada regulación -el Decreto aprobatorio- y el contenido sustantivo de esta última -el Reglamento en cuestión- las disposiciones complementarias (adicionales, finales y transitorias) deben figurar en el Decreto aprobatorio”.

Las Disposiciones derogatorias han de ser expresas, completas y terminantes. Expresa, porque se han de consignar las normas que quedan total o parcialmente derogadas; completa, porque no cabe dejar parcialmente vigente, sin citarla, una norma anterior sobre la misma materia, y terminante, es decir, no condicionada ni “en tanto en cuanto se oponga”. Véanse, por ej., los  Dictámenes del Consejo de Estado 43541, de 28 julio 1981, y 3445/1996, de 3 de octubre.

Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

LA IMPRESCINDIBLE NECESIDAD DE POTENCIAR LA INTERVENCIÓN DE LOS ÓRGANOS CONSULTIVOS EN LOS PROCEDIMIENTOS DE ELABORACIÓN DE LAS NORMAS TRIBUTARIAS.


En los procedimientos administrativo y legislativo de formación de las normas, en general y de las tributarias en particular, debiera ser muy relevante la intervención, según su respectivo ámbito territorial, del Consejo de Estado y de los órganos equivalentes de las CCAA.
A estas alturas a nadie se le oculta ya la decisiva y transcendental misión que el Consejo de Estado, como adviser to government, ha desempeñado en su importante tarea de contribuir, de manera muy destacada, a la depuración de nuestro ordenamiento jurídico, eliminando de él aquellos vicios que contribuían a enturbiar las relaciones que en un moderno Estado de Derecho deben mantenerse entre el poder político, considerado en abstracto, y los ciudadanos, vicios que por este órgano han sido denunciados en muchas ocasiones.
Véanse, por ejemplo, sus Memorias de los años 1983 y 1990, en las que se señaló que “Sin perjuicio de reconocer la fluidez propia de la realidad social y las consiguientes necesidades de adaptación de las normas, es una aspiración razonable, al concebir y llevar a efecto los planes de producción normativa, la de conseguir el mayor grado posible de estabilidad en beneficio del conjunto del ordenamiento y de su más eficaz recepción social”.
Sólo así, sigue diciendo, se evitarían: “Las perturbaciones que, para el funcionamiento de los servicios administrativos y la certidumbre de los administrados, se siguen del ritmo de cambio de las normas aplicables, sin dar tiempo, en ocasiones, a que las anteriores acrediten sus virtudes o sus defectos”.
Y lo propio: esto es, esa misma defensa de la corrección del ordenamiento jurídico, cabe afirmar -ya en el presente y en especial para el futuro, ya que es presumible que cada vez sean más importantes las misiones que se les encomienden- de los Consejos Consultivos creados, con esta u otra denominación (también se emplean las de Comisiones Jurídicas Asesoras, Consejos Jurídicos o, simplemente, Consejos), en el seno de los ordenamientos jurídicos autonómicos.
Todos los órganos consultivos autonómicos, incluidos tanto los que cuentan con una  expresa previsión estatutaria como los que no, pueden ser considerados como piezas o elementos esenciales de la estructura política de las respectivas CCAA, derivando tal condición de las importantes funciones que tienen encomendadas, que, de forma sintética, se pueden cifrar en el desempeño de una tarea fiscalizadora preventiva en relación con la observancia de la Constitución, los Estatutos de Autonomía y, en general, las normas jurídicas que resulten aplicables a los distintos supuestos de los que conocen.
Con ello colaboran, como ha escrito  Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, a la efectividad de lo que en la Carta de Niza se denominó el derecho a una buena administración, tanto en los actos administrativos como, en lo que ahora nos interesa, en la actividad normativa o de preparación de textos legales, participando con ello en lo que en la actualidad se ha convenido en llamar la buena gobernanza.
Para el cumplimiento de estas tareas estos órganos están dotados de plena autonomía orgánica y funcional, vedándose así su integración en la organización autonómica de forma tal que generen relaciones de dependencia del Legislativo o del Ejecutivo sobre cuyas actividades normativas son llamados a dictaminar, o bien de las Administraciones autonómicas, de cuyos actos también conocen en determinados supuestos.
Su autonomía orgánica se manifiesta en las potestades de las que dichos Consejos están investidos, en el estatuto de sus miembros y en ciertos aspectos del régimen jurídico del personal a su servicio, así como en el carácter supremo que se prescribe de sus actuaciones en consonancia con la relevancia de sus funciones, de forma tal que emitido un dictamen sobre un asunto del que los Consejos conozcan, de forma preceptiva o facultativa, ya no podrá informar en Derecho sobre él ningún otro cuerpo u órgano de la correspondiente Comunidad Autónoma.
Y su autonomía funcional se pone de relieve en el hecho de que, dejando a salvo la circunstancia de que por razones de urgencia el órgano legitimado para recabar los dictámenes solicite que éstos se emitan en un plazo menor al establecido con carácter general, en todos los restantes aspectos los Consejos no sufren interferencia alguna, apreciándose que ello es así en cuestiones tales como la admisión o inadmisión a trámite de las solicitudes que se le formulen; la suspensión, o no, de su tramitación a los efectos de recabar información complementaria; y la declaración, en su caso, de incompetencia para la emisión de aquéllos.
De todo esto se desprende, pues, la posición de equidistancia institucional, básica para el correcto funcionamiento de órganos de estas características, que tienen como objetivo fundamental que la función legislativa, la potestad reglamentaria y la actividad de la Administración se ejerzan con el máximo respeto y ajuste a la Constitución, a los respectivos Estatutos de Autonomía, a la Ley y al Derecho, controlando que así suceda, y denunciando la situación cuando ello no se produzca.
Y dichos controles parece conveniente y oportuno que se realicen por parte de los Consejos Consultivos autonómicos.
Seguir entendiendo -en el marco de la sustitución del Estado centralista por un Estado autonómico fundado en la articulación de un sistema de poderes territoriales autónomos en el que los elementos institucionales del modelo anterior, cuando subsisten, han de experimentar las transformaciones que resulten necesarias para su acomodo al nuevo diseño político constitucional- que tales misiones tienen que seguir siendo desempeñadas por el Consejo de Estado carece de toda lógica, ya que ello sería tanto como afirmar que el ejercicio de la función consultiva ha sido inmune a las transformaciones constitucionales operadas.
Así fue avalado, por otra parte, por la STC 204/1992, de 26 de noviembre, en la que se reconoció de forma abierta la importancia de los Consejos Consultivos autonómicos -saliendo con ello al paso de determinados posicionamientos doctrinales reacios a admitir el importante papel que estos órganos vienen desempeñando-, y se afirmó, de forma expresa, que cuando las CCAA hubiesen creado órganos de características similares a las del Consejo de Estado, y se tratase de revisar actos de la propia Comunidad, el dictamen correspondía emitirlo a dichos órganos autonómicos.
Esto es acertado no sólo desde la visión del Estado descentralizado, sino, asimismo, desde la óptica de los principios de eficacia y de celeridad administrativa.
Y ello porque parece claro, y la experiencia así lo ha evidenciado de forma concluyente,  que éstos órganos autonómicos responden de una forma más rápida e inmediata a las necesidades de los ciudadanos, y de las instituciones políticas y administrativas de las CCAA, que el Consejo de Estado, cuyos dictámenes, en la época en que tenían que emitirlos por inexistencia de los Consejos autonómicos, se solían demorar por largos períodos de tiempo, por carencia de medios personales y materiales para poder actuar de otra forma, por mucha voluntad y empeño que se pusiese en elaborarlos.
Los órganos consultivos debieran ser por su especialización, su experiencia y la imparcialidad con que emiten sus dictámenes, elementos claves, como bien ha señalado Montoro Chiner, en el procedimiento de elaboración de las normas.
Y debiera considerarse como relevante, decisiva y necesaria en especial esta intervención en aquellos casos frecuentes –en bastantes ocasiones de manera injustificada, como ha puesto de relieve Garrido Mayol-, en los que los anteproyectos de leyes se preparan por consultoras externas a los Gobiernos, ya que en casos así los dictámenes de los órganos consultivos vendrían a aportar, como bien ha indicado Meilán Gil, un juicio independiente de origen público sobre lo que procedió en origen del ámbito privado.
Sin embargo, y por desgracia, los hechos, en la mayoría de los casos, nos vuelven a demostrar que también aquí esta afirmación es casi idílica, y que la misma, en la mayoría de las ocasiones, está alejada de la realidad.
Y ello porque las consultas a dichos órganos consultivos se suelen realizar las más de las veces, salvo honrosas excepciones, en cumplimiento de una enojosa obligación que no queda más remedio que cumplir, y para no arriesgarse a recibir de los Tribunales contencioso-administrativos, en el caso de las normas reglamentarias, el varapalo en caso de ausencia de ellos, pero manteniendo, en lo profundo, la convicción -al margen de nuevo de significativas y elogiosas salvedades- de que poco, o ningún caso, se les piensa hacer.
Esto no deja de ser un contrasentido, ya que estos dictámenes, en la gran mayoría de supuestos, ofrecen un punto de vista coincidente o complementario con el de los redactores del texto sometido a consulta, y rara vez opuesto al mismo.
Esto es, por otra parte, lógico, si se tiene en cuenta que la intervención de los órganos consultivos sólo se suele producir, al menos en los autonómicos, para dilucidar cuestiones  que sean de estricta legalidad, y no de oportunidad -a salvo de que de forma expresa así se les solicite-, que es donde podrían surgir más discrepancias, al incidir de manera directa en asuntos problemáticos en el debate político.
Al ser ello así, el dispensar más atención a los dictámenes debería ser mayor de lo que es, inclusive desde una posición interesada de quienes los solicitan, ya que éstos se verían así legitimados en su actuación por órganos imparciales.
Debe tenerse presente a este respecto que la intervención de los órganos consultivos, como se indicó en la Memoria del Consejo de Estado de 1997: “(…) no cuestiona el poder de decisión, ni sustituye al Gobierno. Al contrario, le ilumina para hacerlo más eficaz aconsejando sólo sin obstaculizar en ningún caso el derecho y la responsabilidad del Gobierno de impulsar una determinada orientación política”.
Y, por lo demás, se observa en la práctica la existencia de un amplio comedimiento cuando el dictamen se emite sobre un anteproyecto de ley, mayor que cuando se dictamina sobre un proyecto de norma reglamentaria, y más aún que cuando se emite un juicio sobre la legalidad de un acto administrativo, tal como ha puesto de relieve, desde su experiencia, Font i Llovet.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

INFLACIÓN E HIPERTROFIA LEGISLATIVA EN MATERIA TRIBUTARIA.


La necesidad de dar respuesta a una sociedad compleja y técnicamente complicada, los múltiples frentes de intervención a los que tiene que atender el Estado social, la profusa liberalización de sectores que ha transformado los instrumentos jurídicos hasta ahora empleados, etc., ha originado, como han indicado Montoro Chiner y Marcilla Córdoba, el surgimiento de una legislación caótica, fragmentaria, confusa y desordenada.
Así se observa en todos los ordenamientos, no siendo el español ninguna excepción, al ser el mismo, en palabras de Rubio Llorente, “una fronda inextricable de preceptos de toda orden cuyo conocimiento y manejo es imposible no sólo para el ciudadano, sino para los más cualificados operadores jurídicos”.
Ello es así hasta el punto de que García de Enterría  ha escrito que el principio que formula el art. 6.1 CC: “La ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento”, se nos presenta en la actualidad casi como un sarcasmo, pues no hay persona alguna, incluyendo a los juristas más cualificados, que pueda pretender hoy conocer una minúscula fracción apenas de esa marea inundatoria e incesante de normas entre cuyas complejas mallas tenemos que vivir.
Es, pues, evidente el riesgo, hace mucho tiempo denunciado por Schmidt D’Avenstein, en su obra Principes de la législation universelle, y también apuntado en fecha más reciente, aunque también ya lejana, por Capograssi, de inflación legislativa, y del deterioro de las cualidades de perdurabilidad, generalidad y abstracción que se consideraban propias de la Ley entendida en su sentido clásico y tradicional.
Esta inflación legislativa -“hipertrofia legislativa”, legal polution, “hipostenia legislativa”, en palabras de Pérez Luño, o “activismo normativo”, en las de Díez Ripollés- presenta unas muy negativas consecuencias desde la perspectiva del conocimiento del derecho y del valor de la certeza, como ya denunció en su momento Carnelutti, al escribir que:
“(…) los inconvenientes de la inflación legislativa no son menores que los debidos a la inflación monetaria: son como todos saben los inconvenientes de la desvalorización. Por desgracia, lo mismo que nuestra lira, también nuestras leyes valen hoy menos que las de otros tiempos… la producción de las leyes, como la producción de mercaderías en serie, se resuelve en un decaimiento del cuidado en su construcción. Pero lo más grave está en que al crecer su número no consiguen ya llenar su función…, dar a los hombres la certeza del derecho… El ordenamiento jurídico, cuyo mayor mérito debiera ser la simplicidad, ha venido a ser por desgracia un complicadísimo laberinto en el cual, a menudo, ni aquellos que debieran ser los guías, consiguen orientarse”.
Así lo han puesto también de relieve, entre otros muchos autores, García de Enterría, quien ha señalado que la crisis más grave de la Ley es la producida por la desvalorización que ha seguido a una inflación desmedida de las Leyes como consecuencia de su multiplicación incontenible, que, además, ha sido acompañada de un desarrollo desbocado de normas reglamentarias; Gascón Abellán y Rubio Llorente, quien también ha afirmado que a mayor producción de normas -la famosa “legislación incontinente”, según Ortega y Gasset, o “legislación motorizada”, según Schmitt-, menor calidad de las mismas.
Este fenómeno -que ha hecho exclamar a Carbonnier  que “si el hombre es la medida de todas las cosas, ¿está su capacidad de conocimiento y de obediencia a la altura de tal diluvio de leyes?”- ha originado multitud de indeseables productos normativos, denominados de muy diversas formas según la imaginación de los autores, tales como, por ejemplo:
-“Leyes manifiesto”, aprobadas más para hacer una declaración política, o para cubrir la apariencia de que se ha cumplido algún aspecto de un programa político, que para contener mandatos que deban ser hechos efectivos: Muñoz Machado.
-“Leyes especiales”, como sinónimo de particularistas si no singulares: García de Enterría.
-“Leyes propósito”, destinadas más a aparentar que los ejecutivos se preocupan de un problema concreto que a adoptar soluciones solventes y eficaces sobre el mismo: Cano Bueso.
-“Leyes intrusas”, que son las que contienen preceptos jurídicos que aparecen de pronto en una Ley cuyo objetivo no tiene nada que ver con tales normas: Laporta San Miguel.
-“Leyes oropel, celofán o tribunicias”, que están plagadas de bellas intenciones y principios irreprochables, pero carentes de garantías e instrumentos eficaces para su cumplimiento en un plazo cercano: Martín Moreno.
-Y, por supuesto, las muy conocidas en materia tributaria “Leyes ómnibus” (Omnibus Bill, en el Derecho norteamericano), de las que un clásico ejemplo han sido las denominadas Leyes “de medidas” o “de acompañamiento” a las de Presupuestos Generales, objeto de generalizada crítica por la doctrina. Véanse, entre otros muchos autores, Falcón y Tella, Rodríguez Bereijo, García de Enterría, Moreno González y Cazorla Prieto.
Bajo su ambiguo título se cobijaba un verdadero totum revolutum, donde todo cabía, constituyendo un magma de preceptos forzada y unidos de manera artificial, regulando materias dispares en un mismo texto normativo, que, impulsados por el Ministerio o Consejería correspondientes, subían al último tranvía, a la Ley escoba que todo lo recogía.
Esta nefasta práctica legislativa, también objeto de dura crítica en la Memoria del Consejo de Estado del año 1997, fue de manera formal abolida a raíz de la promulgación de la Ley 2/2004, de 27 de diciembre, de PGE para 2005, en cuya EM se reconoció de forma expresa que la utilización de la Ley de acompañamiento no contribuía a fortalecer el principio de seguridad jurídica.
Pese a ello, el problema no ha desaparecido, puesto que esta forma de proceder sigue, por desgracia, perviviendo en algunas CCAA. Y, además, como bien ha señalado Falcón y Tella, si bien en la esfera estatal ya no se usa la Ley de acompañamiento como tal, no es inhabitual, sin embargo, que junto a la correspondiente Ley de PGE se promulgue una ley de “medidas fiscales”, que suele ser similar en su contenido a citada Ley de acompañamiento.
Esta proliferación desordenada de Leyes -calificadas por Fernández Rodríguez, de oportunistas, banales, fugaces por coyunturales, y con claridad partidistas en muchas ocasiones, en cuanto destinadas a satisfacer reivindicaciones de colectivos con los que la mayoría gobernante se considera por una u otra razón en deuda-, ocasiona que se resienta, como se manifestó en la Memoria del Consejo de Estado del año 2002, uno de los elementos tradicionales de la norma cual es su condición de regulación de carácter general pro futuro, cediendo en tales casos la deseable “generalidad” de la norma a una pretensión de ser “medida” de carácter coyuntural y efímero.
De forma despectiva se refiere a estas Leyes el propio Fernández Rodríguez motejándolas de Leyes desechables, de usar y tirar (lois jetables), de “neutrones legislativos”, porque con frecuencia muchos de sus preceptos carecen de carga jurídica, de textos d’affichage, de droit mou o flou, de derecho en estado gaseoso, de la Ley como instrumento de la política espectáculo, etc.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

DEFICIENCIAS Y CARENCIAS DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO DE ELABORACIÓN DE LAS NORMAS TRIBUTARIAS.


El procedimiento administrativo de elaboración de las normas en general, y de las tributarias en particular, está muy precariamente diseñado, adoleciendo de una gran simplicidad y vaguedad, muy superior a bastantes otros de los dirigidos a dictar un acto administrativo cualquiera, cuando la lógica parece imponer que el mismo debiera ser mucho más minucioso, estructurado y articulado que todos los restantes que existen en la esfera administrativa, al tener aquél, como es obvio, una importancia y alcance muy superiores.
Resulta en verdad difícil de justificar que los expedientes en que se plasma este procedimiento consten con frecuencia de unos pocos folios, desde luego mucho menores que lo que se contienen en un expediente sancionador, o ya no digamos nada de otro de responsabilidad patrimonial de la Administración que presente cierta complejidad.
No tendría que ser ello así, ya que la lógica parece demandar e imponer que este procedimiento debiera ser mucho más minucioso, estructurado y articulado que todos los restantes que existen en la esfera administrativa, al tener aquél, es obvio, una importancia y alcance muy superiores a cualquiera de éstos otros. 
No obstante, como se puso de manifiesto en la Memoria del Consejo de Estado del año 1999, el deseo de los Gobiernos y de las distintas Administraciones de imprimir gran celeridad a la producción normativa lleva, en no pocas ocasiones, a un cumplimiento escaso y a veces rutinario, cuando no a una clara vulneración, de los requisitos establecidos y exigidos para la elaboración de las normas.
Esta falta de rigor en este procedimiento redunda, es evidente, en una mayor libertad de los poderes ejecutivos, que se ven así constreñidos tan sólo por unas livianas normas procedimentales que le permiten, en el fondo, hacer lo que estimen más oportuno, eludiendo los controles que al respecto existen con el fácil ardid de cumplimentar aquéllas de manera formal.
En el procedimiento administrativo de elaboración normativa existente en la actualidad, en la fase primera de confección del borrador inicial de la norma se exige cumplimentar dos documentos básicos: por una parte, un informe sobre la necesidad y oportunidad de la norma, y, por otro, una memoria económica, documentos ambos que, en buen número de casos suelen redactarse de forma muy sumaria.
El informe sobre la necesidad y oportunidad del proyecto normativo se reduce, en buena parte de casos, a unas pocas páginas, destinadas, en general, a resumir de manera apresurada algunas de las ideas básicas que inspiran la propuesta de nueva regulación que se pretende efectuar; y dando por sentado, como un apriorismo categórico, la necesidad y oportunidad de la iniciativa, justificando con posterioridad las tesis que desde el inicio se han sustentado políticamente.
Como bien han escrito Santamaría Pastor y Rubio Llorente, las normas se redactan por impulso y mandato de la autoridad política responsable, por lo que la redacción, por parte del funcionario o profesional comisionados al efecto, de una memoria justificativa de la necesidad y oportunidad del proyecto se convierte en un ejercicio estilístico con frecuencia vano y que, en cuanto poco útil, ya que nadie lo lee en términos críticos, se elabora, por lo común, con muy poca convicción y entusiasmo, crítica
En esta misma línea se pronunció la Memoria del Consejo de Estado del año 2002, al indicarse en ella que los estudios previos a la elaboración de las normas deberían contestar a preguntas como las siguientes: ¿Cuáles son las normas existentes? ¿Cómo se aplican en la práctica tales normas? ¿Cuáles son los intereses en presencia? ¿Por qué debe establecerse una nueva regulación? ¿Qué se pretende con la nueva regulación? ¿Puede esperarse otra oportunidad mejor o debe aprobarse precisamente ahora? ¿Qué impacto producirá? ¿Qué grado de cumplimiento se espera? ¿Qué debe añadirse para que se cumpla?.
Sin embargo, como se denunció en esta Memoria, la inmensa mayoría de estas preguntas no se suelen plantear y su posible respuesta es una incógnita, añadiendo: “Gran parte de las normas parecen prepararse sin conciencia precisa de su objeto y de sus efectos. Se redacta un anteproyecto (que parte de un funcionario o grupo de funcionarios o de una comisión ministerial o interministerial) y, tras obtener el visto bueno de principio por parte de la autoridad responsable, se extrae de él una exposición de motivos o un preámbulo, un resumen que, algo desarrollado, es la guía de la «memoria justificativa» que vuelve a recoger el contenido básico del anteproyecto”.
 Por el contrario, como con acierto ha puesto de relieve Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, este informe no debiera limitarse a explicitar el contenido de la disposición que se pretende implantar, sino a justificarla, lo que significa explicar la necesidad de la norma, sus objetivos y razones, y la proporcionalidad de los medios utilizados para alcanzar los fines buscados.
Lo propio ocurre con las memorias económicas que deben acompañarse a los proyectos legislativos, al ser lo más usual y frecuente que los Ejecutivos se limiten a consignar en ellas que los objetivos que se pretenden alcanzar con la disposición proyectada no comportan incremento alguno del gasto público, sin realizar estudios veraces y fiables que realmente corroboren, o desmientan, esta afirmación.
Así se denunció también en la Memoria del Consejo de Estado del año 1999, en la que se indicó que “la exigencia de concretar «la estimación de coste a que dará lugar» el reglamento o la ley no se suele cumplir con la generalidad deseable o, al menos, se despacha con frecuencia en términos puramente negativos y a veces formularios, diciendo que el proyecto no supone incremento de gasto público”.
Tampoco en citadas memorias, y esto es aún más grave, es habitual certificar que las medidas que se buscan implantar van a poder ser asumidas y aplicadas, desconociéndose así, en no pocas ocasiones de forma interesada, que la inmensa mayoría de las normas necesitan para su andadura de un soporte económico, a veces muy cuantioso y elevado, por lo que, cuando el mismo no se prevé de forma adecuada, se originan unas normas ineficaces, habiendo escrito Laporta San Miguel que cuando el legislador promulga una norma para la que no presta apoyo económico está haciendo algo parecido a engañar al ciudadano.
Y, con alcance más general, Muñoz Machado  ya había indicado: “Los legisladores han sido hasta hoy muy proclives a desvincular su tarea de una evaluación previa de los medios disponibles para llevar a la práctica las normas que aprueba, de manera que, al no mediar la valoración dicha, se produce cada vez con más frecuencia el fenómeno de que determinadas leyes quedan sin aplicación porque la Administración ejecutora de la misma carece de los medios necesarios para cumplir semejante encargo. Una ley dictada careciendo de «cobertura administrativa» es por ello, estrictamente, una ley inútil, en cuanto que no se va a aplicar y ha requerido un esfuerzo de confección y debate que podría haberse ahorrado”.
Añado, que ya Montesquieu, en su L’Esprit des Lois, había señalado que las leyes inútiles debilitan las necesarias; y que, en iguales términos, Mably, en De la Législation ou Principes des Lois, había recomendado que antes de publicar una ley el legislador debía preguntarse si era necesaria “porque toda ley inútil es innecesariamente perniciosa”.
Por todo ello, en suma, considero imprescindible que se dote a dichas memorias de la importancia y trascendencia que las mismas, es indudable, tienen, sin que las mismas puedan, ni deban, concebirse como meras cláusulas de estilo.
Similares consideraciones cabe hacer de los informes de las Secretarías Generales Técnicas, a los que la normativa aplicable, tanto estatal como autonómica, aluden de forma lacónica, no señalando, por ejemplo, cuál deba de ser su contenido, y ni tan siquiera el momento en que deben emitirse.
Parece evidente, por lo demás, que la posibilidad de que el contenido de estos informes sea crítico con la redacción propuesta choca con graves dificultades, debido a la posición jerárquicamente subordinada del titular de este centro asesor y de su pertenencia al colectivo del personal de confianza política.
No es por ello realista esperar, como ha escrito Santamaría Pastor, que este informe desautorice un texto redactado por iniciativa del Ministro o Consejero correspondiente, siendo esto lo que justifica que estos informes sean también en bastantes ocasiones rutinarios, y no incluyan un análisis de fondo de la norma proyectada, tal como ha resaltado Rubio Llorente, y la práctica demuestra de forma fehaciente, según denunció el Consejo de Estado en su Memoria del año 2002.
Y parecidas críticas cabe efectuar, por último, en relación con el denominado informe de impacto de género, palabra adoptada, en la conferencia de Pekín de 1995, del vocablo inglés gender, para combatir la violence of gender (la ejercida por los hombres sobre las mujeres) y la gender equality de mujeres y hombres, y que se reiteró en los documentos emanados de la reunión convocada en el año 2000 por Naciones Unidas denomina “Beijing+5”, constituyendo esta palabra una manifiesta incorrección, y un aberrante anglicismo, ya que, como señaló Lázaro Carreter en uno de sus famosos dardos en la palabra: “en rigor, los nombres en inglés carecen de género gramatical Pero muchas lenguas si lo poseen y, en la nuestra, cuentan con género (masculino o femenino) sólo las palabras; las personas tienen sexo (varón o hembra). A pesar de ello, los signatarios hispanohablantes aceptaron devotamente género por sexo en sus documentos, y, de tales y de otras reuniones internacionales, el término se ha esparcido como un infundio”.
Citado informe es exigible en los proyectos de Ley y de normas reglamentarias desde que así lo dispuso la Ley 30/2003, de 13 de octubre, siguiendo orientaciones internacionales y comunitarias, para asegurar una efectiva política de transversalidad, asumida por la Comisión de la Unión Europea en su Comunicación “Integrar la política de oportunidades entre hombres y mujeres en el conjunto de las políticas y acciones comunitarias” [COM (96), 67 final, de 21 de febrero de 1996], refrendada en los arts. 3 del Tratado de Ámsterdam y 23 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, y reiterada en la Estrategia Marco sobre la igualdad entre hombres y mujeres (Com. 2000, 335 final), en la que se justificó esta exigencia desde el punto de vista de los derechos humanos y del fortalecimiento de la democracia y de la propia UE.
Dicho informe suele presentar también, cuando se elabora, lo que no siempre ocurre, notorias carencias, al ser frecuente y habitual que se limite a recoger, de manera rutinaria y de forma apodíctica, sin análisis ni motivación alguna, la aseveración de que la disposición de que se trate no tiene un impacto desigual para hombres y mujeres.
Es difícil, por el contrario, encontrar la más mínima alusión a la previa identificación de las posibles diferencias existentes en la situación de hombres y mujeres, para así valorar a continuación los efectos de la norma en preparación sobre unos y otras, para lo cual habría que aportar datos estadísticos e indicadores relevantes desagregados por sexo, como bien ha señalado Rubio Llorente, ya que sin ellos no es posible, como se indicó en la Memoria del Consejo de Estado del año 2003, que el informe de impacto de género responda al objetivo legalmente previsto.
Nada de esto se suele contener en citados informes, que de manera habitual aparecen redactados de forma muy convencional, ciñéndose, casi sin excepción, a requerir la exigencia de introducir en los textos normativos correspondientes los excesivos y cansinos desdoblamientos lingüísticos del tipo “el funcionario o la funcionaria”; “el/la Presidente/a”; o a postular la utilización de frases tales como, por ejemplo, “la persona titular del Ministerio, o de la Consejería”, en vez de “el Ministro” o “el Consejero”, etc..
Y todo ello en aras de evitar lo que se ha dado en denominar “lenguaje sexista”. Ello está bien (dejando al margen que el uso de esta práctica es por completo iliteraria, y ha conducido, según ha resaltado Lázaro Carreter, a arrebatar al masculino gramatical la posibilidad, común a tantas lenguas, de que, en los seres sexuados, funcione despreocupado del sexo, y designe conjunta o indiferentemente al varón y a la mujer, al macho y a la hembra) ya que, como ha escrito Cazorla Prieto, deben eliminarse todas las expresiones que coloquen por cualquier vía a la mujer en situación de desconsideración u olvido.
Sin embargo, el proceder de este modo, ocupándose de aspectos que con ser importantes son, en definitiva, formales, y no deteniéndose, ni por asomo, en examinar si en realidad existe un verdadero problema de discriminación entre hombres y mujeres en la norma que se pretende implantar -y que si así fuese debería corregirse de manera inmediata-, equivale a quedarse en la superficie,  observando en exclusiva la punta del iceberg, que, además, a lo único que conduce es a crear un lenguaje artificioso y a un empobrecimiento de la lengua española, como se puso de relieve en el “Informe emitido por la Real Academia Española relativo al uso genérico del masculino gramatical y la desdoblamiento genérico de los sustantivos”, emitido a instancias del Parlamento de Andalucía en febrero de 2006.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

DECLARACIÓN DE NULIDAD DE PLENO DERECHO DE LOS ACTOS DICTADOS POR ÓRGANOS MANIFIESTAMENTE INCOMPETENTES


Para que nos hallemos ante el supuesto recogido en el art. 217.1.b) LGT es preciso que la incompetencia del Tribunal que dicte la resolución sea manifiesta, de lo cual se deduce, a contrario sensu, que no todos los supuestos de incompetencia darán lugar a la nulidad, sino sólo aquellos en los que este vicio se presente de modo manifiesto, ya que en caso contrario la resolución sería simplemente anulable.
De acuerdo con ello, para decretar la nulidad se ha puesto el acento en el adverbio manifiestamente, identificándolo con lo evidente, notorio, claro, terminante y tajante, sin que se requiera realizar previamente una labor de interpretación jurídica, tal como ha declarado la jurisprudencia en reiteradas ocasiones, pudiendo citarse, entre otras, las SSTS de 9 octubre 1998, Recurso de Apelación núm. 487/1993, 5 junio 2000, Recurso de Casación núm. 975/1993, 14 noviembre 2000, Recurso de Casación núm. 5115/1993, y 23 noviembre 2001, Recurso de Casación núm. 4262/1996; y las SSAN de 23 noviembre de 2010, Recurso contencioso-administrativo núm. 140/2010, 14 diciembre 2010, Recurso contencioso-administrativo núm. 129/2010, y 7 marzo 2011, Recurso contencioso-administrativo núm. 130/2010.
En todas ellas se ha sostenido, en términos casi idénticos, que la incompetencia manifiesta es aquella que aparece de una manera clara, sin que exija esfuerzo dialéctico su comprobación por saltar a primera vista, y así, por ejemplo, en la última de las sentencias citadas se declaró que para hallarse en el supuesto previsto en el art. 217.1.b) LGT es necesario que la incompetencia sea calificable de "manifiesta" en el sentido de que sea notoria, con claridad y evidencia por encontrarse expresamente encomendada a otro órgano administrativo o a ninguno de ella, lo que no se da cuando exista la necesidad de previa interpretación jurídica para determinarla.
Ello no obstante, es claro que el criterio de la ostensibilidad de la infracción carece de rigor técnico, y es por ello poco seguro, como bien han señalado numerosos autores, así como, entre otras, la STS de 18 mayo 2001, Recurso de Casación núm. 2678/1995.
Debido a ello ya la doctrina propugnó, hace tiempo, una interpretación según la cual sólo la incompetencia ratione materiae y la ratione loci serían nulas de pleno derecho, pero no así la jerárquica o de grado, ya que en este último caso cabría la convalidación por el superior jerárquico del órgano del que el acto procediese, aplicando a este respecto lo dispuesto por el art. 67.3 LRJ-PAC.
Así se ha declarado también por la jurisprudencia en reiteradas ocasiones, constituyendo buena muestra de ello, entre otras muchas, las SSTS de 13 junio 2000, Recurso de Casación núm. 5571/1994, 27 septiembre 2000, Recurso contencioso-administrativo núm. 382/1999, 6 abril 2001, Recurso de Casación núm. 9262/1995, 3 mayo 2001, Recurso de Casación núm. 151/2000, y 1 febrero 2010, Recurso de Casación núm. 6200/2004; y las SSAN de 5 octubre 2007, Recurso contencioso-administrativo núm. 82/2006, y 14 diciembre 2010, Recurso contencioso-administrativo núm. 129/2010.
Esta postura –también mantenida en, por ej., el Dictamen del Consejo de Estado núm. 4981/1998, de 28 de enero de 1999, en el que se señaló que: “la falta de competencia jerárquica no se integra en la incompetencia manifiesta, notoria y clara por razón de la materia o del territorio que integra el supuesto previsto en el art. 62.1 b) Ley 30/1992”- es la que ha terminado prevaleciendo en el ámbito administrativo general, como se comprueba de la lectura del precepto que se acaba de citar, en donde se señala de manera clara y concluyente que la incompetencia productora de nulidad de pleno derecho sólo cabe apreciarla por razón de la materia o del territorio, constituyendo, pues, la incompetencia jerárquica una causa de mera anulabilidad; manteniéndose igual criterio por el art. 217.1.b) LGT.
Debe tenerse presente, además, como por ejemplo se declaró por la SAN de 11 diciembre 2007, Recurso contencioso-administrativo núm. 781/2004, que no toda incompetencia ratione loci provoca, automáticamente, la nulidad absoluta, sino tan sólo la que se presente clara, ostensible notoria, evidente y palmaria. Igual doctrina se recoge en la STS de 24 febrero 2010, Recurso de Casación núm. 6861/2004, al afirmarse en ella que la incompetencia territorial requiere para que produzca la nulidad del acto que sea “manifiesta”.

Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

ACERCA DEL RESARCIMIENTO DE OTROS GASTOS, DIFERENTES DE LOS DE LOS COSTES DE LOS AVALES, SOPORTADOS POR QUIENES PROMUEVEN RECLAMACIONES ECONÓMICO-ADMINISTRATIVAS.


Ya señalé en la entrada “Reembolso del coste de las garantías aportadas para obtener la suspensión en vía económico-administrativa” el estado de la cuestión en relación con los gastos de los avales, poniendo de relieve que la normativa tributaria ha avanzado de manera significativa en su regulación.
Ello no obstante, aún restan pasos fundamentales a dar en este ámbito, y uno de ellos es, sin duda, el de reconocer de forma abierta en la norma que los reclamantes a quienes se reconozca que tienen razón en su pretensión impugnatoria frente a la Administración tributaria, tienen derecho, además, a ser resarcidos por la misma también de los demás costes que el procedimiento les pueda haber ocasionado, tales como los de abogado, procurador, peritos, etc.
A ellos no alude, sin embargo, de forma directa la normativa vigente, y, es más, en el caso de los abogados, nos encontramos, además, con la dificultad añadida para reconocerse al interesado el resarcimiento de estos gastos, con la circunstancia -vigente desde que la Ley 25/1995, de 20 de julio, de Modificación parcial de la LGT, suprimió el art. 13 TAPEA- de que ya no es preceptiva la intervención de los mismos para interponer una reclamación económico-administrativa, por lo que, en definitiva, su intervención es potestativa.
Por tanto, ante esta regulación -cuyos antecedentes, justificación de la reforma, y estado de la cuestión, fueron analizados de forma minuciosa y exhaustiva por la STS de 7 mayo 1998, Recurso de Apelación núm. 4154/1992- parece que la única solución posible es la de que cuando el reclamante se haya auxiliado de un abogado para interponer una reclamación económico-administrativa, y ésta se resuelve en su favor, no tiene derecho a ser resarcido por la Administración de los gastos en que haya incurrido para contratar a dicho profesional, habida cuenta que la actuación del mismo ha sido de forma libre querida y buscada por el reclamante, toda vez que el ordenamiento jurídico no le ha forzado a tal proceder.
Así se afirmó, por ej., por la SAN de 24 marzo 1997, Recurso contencioso-administrativo núm. 22/1996. Y así se pronunció también el Consejo de Estado en su dictamen de 18 abril 2002, en el que se indicó que en la medida en que en la vía económico-administrativa no resulta preceptiva la intervención de letrado (art. 33 RPREA de 1996), tales costes no son indemnizables, por tratarse, en definitiva, de unos gastos que tuvieron su origen en la propia conducta de la parte interesada, quien de forma libre decidió recurrir a los servicios de un abogado, quedando, en consecuencia, así rota la relación de causalidad.
Pese a que formalmente estas afirmaciones son correctas, es conveniente y razonable, a mi juicio, no ser tan tajante sobre este extremo, porque una cosa es que ya no sea obligatoria la preceptiva intervención de Letrado en la vía económico-administrativa; y otra, bien distinta, es que en no pocas ocasiones los particulares para poder defenderse de manera adecuada, a la vista de la complejidad del ordenamiento jurídico tributario, precisan el amparo de un profesional experto en la materia, ya que en caso contrario se encontrarán en una difícil situación, corriéndose un riesgo muy elevado de que sus pretensiones no prosperasen por no haber sabido articular de forma eficaz los correspondientes alegatos de defensa, con el evidente perjuicio que ello implica.
Por ello, en suma, considero que deben distinguirse los distintos supuestos que en la práctica se pueden producir, y así si el reclamante recurre a un Letrado en un asunto no excesivamente complejo, siendo por ello razonable que él se pueda defender por sí mimo, no cabría luego solicitar el resarcimiento de dichos costes.
En cambio, si, por el contrario, la cuestión es compleja técnicamente, y por ello muy complicado que el interesado por sí sólo, sin una adecuada ayuda jurídica, pueda hacer valer sus pretensiones de la forma más satisfactoria, o menos gravosa, posible, parece justo que de llegarse a una solución condenatoria de la Administración y favorable, pues, a quien reclame, éste sea resarcido de los costes económicos que le supuso contratar a un profesional, cuya intervención ha resultado decisiva para el resultado alcanzado, que, de otro modo, casi con seguridad, no se hubiese producido.
Esta tesis ha sido mantenida por la AN en diversas ocasiones, siendo ilustrativas de ello, entre otras, sus sentencias de 16 diciembre 1996, Recurso contencioso-administrativo núm. 1494/1993, 18 septiembre 2002, Recurso contencioso-administrativo núm. 241/2000, 22 septiembre de 2003, Recurso contencioso-administrativo núm. 453/2000, 22 marzo 2005, Recurso contencioso-administrativo núm. 336/2002, 22 julio 2005, Recurso contencioso-administrativo núm. 105/2003, 10 febrero 2006, Recurso contencioso-administrativo núm. 549/2003, 30 marzo 2006, Recurso contencioso-administrativo núm. 12/2004,  y 19 mayo 2006, Recurso contencioso-administrativo núm. 27/2005.
Análoga doctrina se ha sustentado también en, por ej., las SSTSJ Comunitat Valenciana de 24 enero 2002, Recurso contencioso-administrativo núm. 2773/1998, 15 julio 2004, Recurso contencioso-administrativo núm. 504/2000, y 12 mayo 2005, Recurso contencioso-administrativo núm. 942/2003, y del TSJ Andalucía (Granada) de 29 enero 2001, Recurso núm. 1153/1997.
Sin embargo, el TS, por medio de su sentencia de 14 julio 2008, Recurso de casación para la unificación de doctrina núm. 289/2007, desestimó esta tesis, basándose para ello en la doctrina por él sustentada de que no existe responsabilidad patrimonial de la Administración cuando ésta ha actuado dentro de unos márgenes razonables y razonados, ya que cuando ello sucede no es posible apreciar la antijuricidad del daño y, por ello, el interesado está obligado a soportar el posible daño a él causado, afirmándose a este respecto que:
“Resulta innegable que la precisión de esa ubicación objetiva del sujeto pasivo en el sistema jurídico, que define si está obligado a soportar el daño y, por consiguiente, la condición de este último y el deber de reparación de la Administración ex art. 106, apartado 2, CE, se perfila gracias a elementos de muy diversa factura: unos tienen que ver con la naturaleza misma de la actividad administrativa y otras con las condiciones personales del afectado.
En efecto, el panorama no es igual si se trata del ejercicio de potestades discrecionales, en las que la Administración puede optar entre diversas alternativas, indiferentes jurídicamente, sin más límite que la arbitrariedad que proscribe el art. 9, apartado 3, CE, que si actúa poderes reglados, en lo que no dispone de margen de apreciación, limitándose a ejecutar los dictados del legislador. Y ya en este segundo grupo, habrá que discernir entre aquellas actuaciones en las que la predefinición agotadora alcanza todos los elementos de la proposición normativa y las que, acudiendo a la técnica de los conceptos jurídicos indeterminados, impelen a la Administración a alcanzar en el caso concreto la única solución justa posible mediante la valoración de las circunstancias concurrentes, para comprobar si a la realidad sobre la que actúa le conviene la proposición normativa delimitada de forma imprecisa. Si la solución adoptada se produce dentro de los márgenes de lo razonable y de forma razonada, el administrado queda compelido a soportar las consecuencias perjudiciales que para su patrimonio jurídico derivan de la actuación administrativa, desapareciendo así la antijuridicidad de la lesión (…).
Ahora bien, no acaba aquí el catálogo de situaciones en las que, atendiendo al cariz de la actividad administrativa de la que emana el daño, puede concluirse que el particular afectado debe sobrellevarlo. También resulta posible que, ante actos dictados en virtud de facultades absolutamente regladas, proceda el sacrificio individual, no obstante su anulación posterior, porque se ejerciten con los márgenes de razonabilidad que cabe esperar de una Administración pública llamada a satisfacer los intereses generales y que, por ende, no puede quedar paralizada ante el temor de que, si revisadas y anuladas sus decisiones, tenga que compensar al afectado con cargo a los presupuestos públicos, en todo caso y con abstracción de las circunstancias concurrentes. Esta idea cobra especial fuerza tratándose de la Administración tributaria, a la que el constituyente y el legislador demandan una actitud activa consistente en, como ya hemos apuntado, comprobar, investigar, inspeccionar y, si procede, corregir los hechos de los administrados con trascendencia fiscal. Con esta perspectiva parece evidente la diferencia, a los efectos que nos ocupan, entre, por ejemplo, la situación de un sujeto pasivo que acude al asesoramiento legal para enfrentarse a una liquidación impositiva practicada en el ejercicio de una potestad groseramente prescrita que la del que utiliza el mismo instrumento a fin de discutir otra en la que se eliminan como gastos deducibles los intereses pagados por un establecimiento en España a una sociedad matriz foránea como retribución de la financiación que recibe de ella.
En definitiva, para apreciar si el detrimento patrimonial que supone para un administrado el pago del asesoramiento que ha contratado constituye una lesión antijurídica, ha de analizarse la índole de la actividad administrativa y si responde a los parámetros de racionalidad exigibles. Esto es, si, pese a su anulación, la decisión administrativa refleja una interpretación razonable de las normas que aplica, enderezada a satisfacer los fines para lo que se la ha atribuido la potestad que ejercita”.
Esta doctrina -pese a que en esta Sentencia se afirma que “con este planteamiento no se «subjetiviza» el instituto de la responsabilidad patrimonial de las organizaciones públicas, que sigue haciendo abstracción de todo elemento culpabilístico en la conducta administrativa, sino, muy al contrario, se traslada el debate a un dato de innegable talante objetivo cual es el resultado, indagando su antijuridicidad”- constituye, a mi juicio, una evidente muestra de la actual tendencia a la subjetivización por parte de la jurisprudencia de la responsabilidad patrimonial de la Administración, alejándola de sus primitivas líneas objetivas a ultranza, lo que es fruto, sin duda de la necesidad de acotar a límites razonables las muy numerosas demandas de responsabilidad patrimonial.
Con todo, y aun partiendo de esta premisa, que en líneas generales debe reputarse acertada, entiendo que esta STS de 14 julio 2008 (cuya doctrina se reiteró por sus sentencias de 22 septiembre 2008, Recurso de Casación núm. 324/2007, 10 noviembre 2009, Recurso de casación para la unificación de doctrina núm. 184/2008, 1 diciembre 2009, Recurso de Casación núm. 48/2009, 15 junio 2010, Recurso de Casación núm. 4634/2008, y 6 julio 2010, Recurso de Casación núm. 2044/2006) ha ido más lejos de lo que puede considerarse razonable.
Y ello porque, como bien ha escrito Pérez Pombo, al establecer como criterio que cuando el acto administrativo es acorde con una “interpretación razonable” de la norma no se produce lesión o daño antijurídico, debería haberse señalado cuál es el órgano competente para definir y calificar la actuación administrativa como razonable o no, siendo sumamente difícil, como señala este mismo autor, que un TEA califique un acto administrativo como irrazonable, y más aún que sea la propia Administración la que, al conocer la pretensión del obligado tributario de responder patrimonialmente reconozca y califique un acto propio como antijurídico, por lo que, en la práctica, “el criterio del Tribunal supone que el contribuyente, además de los costes que deberá pechar para afrontar la defensa de sus intereses en la vía económico-administrativa, deberá hacer frente a costes adicionales para sustentar el procedimiento de exigencia de responsabilidad patrimonial en sus distintas fases e instancias”.
Ello, a juicio de este autor, supone una barrera prácticamente definitiva para que el obligado tributario consiga que la Administración tributaria le indemnice por sus errores, y conlleva, en palabras de Merino Jara, que a partir de ahora el resarcimiento en esta esfera va a ser la excepción, y no la regla.
Ello no obstante, debe indicarse que en otras más recientes SSTS, tales como las de 18 febrero 2011, Recurso de Casación núm. 3986/2006, y 11 mayo 2011, Recurso de Casación núm. 64/2007, parece desconocerse la doctrina por él sustentada en sus anteriores, y ya citadas, sentencias, al afirmarse en la primera de estas últimas que “esta Sala viene distinguiendo entre los honorarios que se hubieran tenido que abonar para efectuar la reclamación administrativa y aquellos otros que se devengan como consecuencia del ejercicio de acciones judiciales, apreciando, en supuestos como el que aquí nos ocupa de responsabilidad patrimonial, la procedencia de que los primeros, pese a su carácter voluntario, conformen el quantum indemnizatorio, en atención a la necesidad de contar con asesoramiento jurídico por la complejidad del asunto, pero no así la de los segundos, y ello al tener en cuenta que en estos casos opera el instituto jurídico de la condena en costas”.
Es cierto que en dicha STS de 18 febrero 2011 no se terminó reconociendo la pretensión del recurrente de ser indemnizado por los gastos del letrado que le había asistido en vía económico-administrativa; pero ello fue debido a que, según se afirma en esta Sentencia, “el documento aportado con la demanda carece de garantías suficientes para concederle valor probatorio, ya no solo si atendemos a la fecha de su confección, posterior a una minuta que adolecía de la concreción que ahora con el documento se ofrece, sino también porque se incluyen en él unos honorarios como devengados en vía administrativa que requerían un mayor apoyo probatorio, de fácil aportación. Pero es que además llama poderosamente la atención el elevado montante de esos honorarios devengados en vía administrativa en relación con los devengados en vía judicial, hasta el punto que permite considerar que se trata de un documento confeccionado "a la carta", con el preconcebido propósito de que sirva de justificante para de dar acogida a la pretensión”, por lo que hay que entender que si citado documento no hubiese presentado las anomalías que le imputa el Tribunal si se habría reconocido esta petición del actor.
Desconozco si estas SSTS de 18 febrero 2011 y 11 mayo 2011 suponen un cambio de rumbo en esta cuestión o si, por el contrario, implica que los ponentes de las mismas desconocían la doctrina de las antes referidas SSTS cuya doctrina era contraria. El tiempo nos confirmará cuál de estas dos hipótesis es la correcta.

Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario