domingo, 11 de diciembre de 2011

ALGUNAS CIRCUNSTANCIAS QUE CONTRIBUYEN AL DEBILITAMIENTO DEL PRINCIPIO DE RESERVA DE LEY EN MATERIA TRIBUTARIA

Son innumerables las afirmaciones de los más diversos autores en defensa del principio de reserva de ley. Así, a título de simple ejemplo, y por centrarme sólo en la esfera tributaria, se ha señalado que el mismo es un principio básico del Estado de Derecho (Rodríguez Bereijo); que vertebra toda su organización política (Falcón y Tella); que es el complemento insustituible para asegurar el funcionamiento del Estado, y de todos los poderes públicos, para tasar y encuadrar sus competencias, y para imponer el respeto de las libertades y derechos de los ciudadanos (García de Enterría); y que constituye la mejor vacuna contra las veleidades de los gobernantes y el instrumento más eficaz para la defensa del Estado de Derecho (Martín Queralt).
Sin embargo, pese a su indudable importancia, nunca ha alcanzado, sin embargo, este principio una plasmación que permitiese afirmar que, desde un punto de vista material o sustantivo, se cumpliese de forma satisfactoria.
Y ello se ha debido, en esencia, a que los Parlamentos, concebidos en abstracto, de acuerdo con Elías Díaz, como las instituciones que suministran legalidad y legitimidad a las instituciones que ejercen la acción gubernamental, han ido perdiendo de manera lenta pero inexorable, su posición como eje central del sistema político, por el desplazamiento de éste hacia otras esferas de poder, y ello debido a diversas circunstancias que, de forma sintética, paso a exponer.
La más relevante a este respecto es la de los partidos políticos. Así se ha puesto de relieve desde muy diversas posturas ideológicas, por, entre otros autores, Nieto García y Cámara Villar, cuando señaló que vivimos en una sociedad en la que el protagonismo político ha sido asumido por aquellos como grandes maquinarias electorales que, en buena medida, han apartado al ciudadano de su directa implicación en el sistema democrático.
Esta crítica es ya usual, y no se suele realizar en exclusiva en el ámbito de los foros académicos, sino que, por el contrario es frecuente encontrar en los medios de comunicación afirmaciones similares, lo que constituye un buen ejemplo de que la misma constituye una opinión bastante común.
Muy significativa a este propósito fueron también las palabras, en defensa de los Pactos de la Moncloa, pronunciadas en 1978 por el entonces secretario general del PCE, Santiago Carrillo, cuando afirmó: “Al fin y al cabo el Parlamento son los partidos políticos, y los partidos políticos son los que han estado en la Moncloa”.
Y ello sin olvidar, como han recordado Zagrebelsky y Menéndez Menéndez, la presión que los intereses corporativos (grupos de presión, sindicatos, etc.) ejercen en el proceso de creación de las normas.
La misma se disfraza de manera hábil bajo el ropaje de “concertación” social, política y económica, y ha transformado de forma muy profunda el alcance de la democracia parlamentaria, como han puesto de relieve, entre otros muchos autores, Leibholz y Aragón Reyes. Y esta práctica de “consensuar” las grandes decisiones (incluidas las que han de revestir la forma de ley) con los llamados “protagonistas sociales” supone, en no pocas ocasiones, utilizar a los Parlamentos como órganos de mera ratificación de lo ya acordado fuera de ellos.
De dichos partidos -un mal inherente a los gobiernos libres, según la conocida frase de Alexis de Tocqueville- es de donde emanan las decisiones luego defendidas en las cámaras legislativas por los grupos parlamentarios, que son, como de manera general se ha señalado, los que dominan la actividad parlamentaria, en detrimento de los parlamentarios considerados a título individual.
En esta situación éstos quedan apenas sin capacidad de actuación si no cuentan con el apoyo del grupo en el que estén incardinados, como bien ha señalado Rubio Llorente, quien manifestó que los miembros del Parlamento comparecen en los debates de éste cerrados a toda posibilidad de persuasión y resueltos a votar en el sentido ya decidido con anterioridad por el propio grupo. Y tan es así que incluso se ha afirmado que en las cámaras parlamentarias más que producirse enfrentamientos entre parlamentarios, a título individual, lo que se producen son contiendas entre grupos parlamentarios.
Esto, por otra parte, ha sucedido siempre. Parafraseando a Borges bien se puede afirmar que nos han tocado, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir.  Véase, por ejemplo, a este respecto el texto “La democrazia interna dei partiti”, firmado por Santoro, Consigliere di Stato en Italia, y que puede consultarse en www.giustizia-amministrativa.it, que constituye una buena muestra de esta afirmación:
“Firenze, nel Rinacimento, per diversi decenni fu governata da esponenti della familia de i Medici, nonostante nessuno dei suoi appartenenti, salvo poche eccezioni, vi ricoprisse alcun incarico pubblico. Questa specie di «signoria occulta» si poté realizzare mantenendo, sul libro-paga della storica familia di politici-banchieri, i cosiddetti «accopiatori», cui competeva istituzionalmente la redazione delle liste (dette «borse») ove erano inseriti i nomi dei legittimati al sorteggio alle candidature alle varie cariche pubbliche della città e dello Stato, come allora si usava. Sulla carta, tutti i cittadini in possesso di determinati requisiti obiettivi avrebbero potuto accederé alle varie cariche, ma i Medici, attraverso gli «accopiatori», individuavano i cittadini da inseriré nella «borsa» (una vera e propia lista) tra le persone gradite alla familia ed al suo partito. Gli oppositori, viceversa, non vi entravano mai”.
En todo caso, por encima de ambos: partidos y grupos parlamentarios, se encuentra siempre la cabeza dirigente del partido político que haya obtenido la mayoría parlamentaria.
En la gran mayoría de los casos éste suele ser quien gobierna –aunque existen algunos supuestos, pocos, en los que el Presidente del Gobierno está subordinado al líder del partido-, muchas veces con carácter carismático, con lo que sus decisiones personales terminan imponiéndose y prevaleciendo sobre el partido político que él dirige y, por ende, sobre el grupo parlamentario encargado de defenderlas en el Parlamento.
Y es que, como también ha señalado a este respecto Aragón Reyes, como consecuencia de una diversidad de factores se ha ido generando una forma de gobierno que, sin transformación sustancial de las estructuras de la forma parlamentaria de gobierno, ha dejado en muy segundo plano a las cámaras y otorgado la primacía indiscutible no ya al gobierno, sino a la persona que lo dirige (canciller, primer ministro, presidente del consejo, presidente del gobierno, en sus distintas denominaciones), transformándose con ello el sistema parlamentario en sistema de Gabinete e incluso de Primer Ministro, como ha señalado Víboras Jiménez.
De forma muy cruda se ha referido también a esta situación Ariño Ortiz al escribir, refiriéndose a la situación de España, que hasta ahora los partidos políticos han sido caudillistas, aunque algunos les llamen de manera púdica presidencialistas, configurándose como organizaciones piramidales, jerárquicas y disciplinadas, en las que todo depende de lo que denomina el “Secretariado”, integrado por el muy reducido grupo de personas que son, en cada momento, la prolongación del líder y que actúan en su nombre, siendo ellos los que, con subordinación al “Jefe” controlan todo.
En esta circunstancia ha insistido Molas i Batllori, cuando indicó que, si se quiere jugar limpio, debe admitirse que hoy la división de poderes no se produce entre Parlamento y Gobierno, ni entre poder legislativo y poder ejecutivo, porque en el parlamentarismo mayoritario la mayoría parlamentaria es al mismo tiempo Gobierno, gracias al partido político que unifica las decisiones de ambas instituciones, por lo que, por desgracia, no nos hallamos muy lejos de la afirmación de Schmitt de que “toda ley necesita para su validez en último término una decisión política previa, adoptada por un poder o autoridad políticamente existente”.
Se evidencia así, según ha indicado Foundethakis, la reducción gradual del poder político del Parlamento en la misma medida en que se fortalece el poder ejecutivo, fenómeno éste muy generalizado, por lo que, en la práctica, como ha escrito Caballero Miguez, “el presidente del gobierno es cabeza del ejecutivo, líder del partido mayoritario y cabeza, por tanto, del propio legislativo”, consiguiendo así sacar adelante lo que se propone sin la presencia de actores de veto relevantes.
Todo ello ocasiona, de manera indudable, una notoria y considerable difuminación legislativo-ejecutivo, hasta el punto que se ha llegado a afirmar por Cano Bueso que la separación radical entre ambos es un principio inaplicable e inexistente en la organización política de nuestros días.
En esta situación, como han indicado Antonini y Calvo Vérgez desde la óptica tributaria, aunque con consideraciones aplicables de pleno a cualquier otro ámbito jurídico, el poder ejecutivo es el que de forma muy clara prevalece, limitándose el legislativo, a modo de coro griego, a servir sólo de contrapunto, como ya señaló hace tiempo González García.
Por esto las leyes han dejado de ser “el vehículo a través del que se articula la voz de los ciudadanos para convertirse, unas veces, en la mera voluntad de sus gobernantes, otras, en su obcecado capricho”, en palabras de Moreno Fernández.
A partir de ello, como ha señalado Garrorena Morales, ya no es tan exacto decir que el Parlamento es el órgano que controla al Gobierno, por la simple y clara razón de que éste es ahora el mismo sujeto que la mayoría parlamentaria que lo sustenta, y nadie se controla a sí mismo, pronunciándose en la misma línea Cazorla Prieto cuando, refiriéndose de forma expresa al caso español, afirmó: “En el Congreso de los Diputados se controla o se debe controlar cuanto más mejor al Gobierno; sin embargo, esta vital función parlamentaria no la lleva a cabo el Congreso de los Diputados como institución, porque ésta, por mor del juego de las mayorías detrás de la cual se halla el sistema de partidos, expresa la voz de la mayoría política, que es a su vez la que tiene que ser controlada. Ahora bien, esta situación no es la más recomendable, puesto que nos topamos con la aberración de identificar juez y parte del proceso controlador”.
La situación expuesta es incontrovertible en el supuesto de que se esté gobernando con mayoría absoluta. Estas etapas constituyen claros períodos de subordinación parlamentaria, ya que en un caso así la triada primer ministro-partido político-grupo parlamentario aboca a que el Parlamento vea disminuidas sus funciones hasta el punto de limitarse, en la gran mayoría de las ocasiones, a tan sólo ratificar las decisiones ya adoptadas en sede gubernamental.
No obstante, y aunque en menor medida, este fenómeno también puede observarse en épocas de legislaturas en minoría. En ellas el Gobierno siempre suele encontrar apoyos, al menos así ha sucedido en España en todas las épocas democráticas, en algunos partidos minoritarios y localistas, que a cambio de obtener sustanciosas prebendas de toda índole, por completo inadecuadas y desproporcionadas vista su exigua representación, han contribuido a que aquel no vea mermada su posición de preeminencia y predominio, añadiéndose a ello el desenvolvimiento del fenómeno del Cartel Party, al que se refiere Asensi Sabater, cuyo objetivo fundamental es sobrevivir a toda costa dentro del sistema, para lo cual es capaz de suscribir cualquier pacto de colaboración que le permita mantenerse en el escenario.
Aparte de esto, es fácil observar también que cuando el Gobierno se halla en minoría sigue contando con mecanismos para obstruir la intervención parlamentaria. Por ejemplo, legislando a través de Decretos-leyes, técnica ésta muy atractiva para los Gobiernos, alentado para ello, además, en el específico ámbito de la materia tributaria, y para el supuesto español, por la conducta de nuestro TC, muy complaciente con la utilización del Decreto-ley en este campo, como han señalado Herrera Molina y Gorospe Oviedo.
Consecuencia de todo ello ha sido que en esta época en la que  gobernar es legislar, la teoría de la división de poderes, prefigurada por Locke, en Essay on Civil Government, y desarrollada por Montesquieu, en L’Esprit des Lois, es, al menos interpretada de forma literal, un puro mito (González Navarro), que no ofrece ninguna base científica (Xifra Heras).
Y ello por mucho que el TC haya puesto especial y particular énfasis en declarar que la ley es expresión de la voluntad soberana del pueblo representado por las Cortes, sólo sometida a la supremacía de la Constitución -STC 29/1982, de 31 de mayo-; que la reserva de ley tributaria se configura como una garantía de autoimposición de la comunidad sobre sí misma, en la medida en que los ciudadanos participan en el establecimiento del sistema tributario mediante el que se da cumplimiento al deber de solidaridad a través de la obligación de todos de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos, lo que, en última instancia, es una garantía de la libertad patrimonial y personal del ciudadano -STC 19/1987, de 17 de febrero-; o que las Cámaras, en su doble condición de representantes del pueblo español en quien reside la soberanía, y titulares de la potestad legislativa, hacen realidad el principio de toda democracia representativa, a saber, que los sujetos a  las normas son, por vía de la representación parlamentaria, los autores de la normas, o, dicho de otro modo, que los ciudadanos son actores y autores del ordenamiento jurídico -STC 24/1990, de 15 de febrero).
Estas afirmaciones recuerdan lo ya indicado por García de Enterría de que: “La Ley es tal porque ha sido querida por el pueblo, a través de su representación parlamentaria, y eso tiene un valor básico por sí solo”. O de que: “El Derecho de nuestras sociedades es ya, definitivamente, en lo que podemos avizorar, un Derecho de base legislativa, para el cual las grandes decisiones normativas y de organización del sistema son una función indeclinable del legislador, en el que se expresa la voluntad popular, decisiones que no se conciben sin la decisión de esa voluntad”.
Sin embargo, como bien ha escrito Moreno Fernández, este principio de autoimposición carece de operatividad práctica en sistemas parlamentarios como el nuestro, donde la separación entre los poderes legislativo y ejecutivo es de manera habitual formal, siendo aquél un simple instrumento al servicio de las políticas de éste, por lo que referido principio se torna inservible al dirigirse la actuación de los representantes elegidos de forma democrática no tanto al servicio de la voz del pueblo como al designio de la voluntad de sus gobernantes.
Así lo han manifestado también Cazorla Prieto y García de Enterría.
El primero al señalar que el principio de la separación de los poderes en lo que atañe a la relación del Congreso de los Diputados con el Gobierno, aunque reflejado desde una perspectiva jurídico-formal de distintos modos en nuestro ordenamiento jurídico, queda en la realidad empañado y puede quedar hecho añicos por la superposición de las consecuencias del sistema de partidos y el brazo largo de la mayoría gobernante instalada tanto en el Gobierno como en la Cámara.
Y el segundo cuando afirmó que el papel destacado que en las democracias de masas actuales han pasado a desempeñar los partidos políticos, como agentes y beneficiarios de los procesos electorales, ha llevado a que los mismos estén pretendiendo atribuirse el viejo principio representativo popular del que la elección sería el instrumento, tendiendo a presentarse lo partidos en el poder como los legítimos representantes de la voluntad popular y a intentar beneficiarse de la posición soberana que a ésta corresponde en el sistema, ocupando así los partidos la posición, in loco et in ius, del pueblo mismo. Y que el poder legislativo, dominado por los partidos y escenario predominante de sus luchas pugnaces, ha dejado de ser el depositario indiscutido y seguro de una voluntad nacional común.
Todo cuanto se ha expuesto es extrapolable a las CCAA, puesto que, como ha indicado Ruiz-Rico, la forma de gobierno autonómica se configura en lo jurídico como un parlamentarismo virtual, pero actúa con notable dosis de un presidencialismo efectivo, ya que es el Poder Ejecutivo la institución que monopoliza y concentra el mayor protagonismo al fijar lo que la doctrina italiana ha llamado el indirizzo político, en este caso de la Comunidad Autónoma.
Ello ha conducido, es evidente, a minusvalorar las funciones de los Parlamentos y de las misiones que competen a los poderes legislativos.
Si no fuera por otras razones, parecería una desgracia no haber podido vivir en tiempos como aquéllos en los que Platón, en su obra Las Leyes, calificaba de divinos a los legisladores, cuyo prototipo era Minos, que cada nueve años hablaba con Zeus para recibir la revelación legislativa; o en que Gudin de la Brenellerie, en su Supplément au Contract social, decía que las Asambleas de Diputados:
“(…) no son como un pueblo en tumulto, que escucha a un orador, y aprueba o desaprueba con gritos, después de haber oído bien o mal su largo monólogo; son, sí, hombres instruidos y elocuentes que conferencias entre sí, que discuten las materias más sublimes, que disputan con todo el calor del interés o del amor propio ofendido, y en quienes no decide la pluralidad de votos, sino después de un largo examen y grandes debates, en que se hayan expuesto razones en pro y contra, sin ninguna confabulación”.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

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